Por: Oscar Müller C.

El frío calaba fuerte en la plaza de la Revolución en aquel París de 1793, pero la multitud enardecida calentaba el ambiente con sus gritos, algunos pidiendo piedad hacia el reo y otros gritando ¡TRAICIÓN, TRAICIÓN ¡ En tanto, el verdugo colocaba la cabeza de aquel hombre en el cepo y la aseguró, luego se dirigió hacia la lateral del bastidor, en cuya parte superior pendía aquella cuchilla de hoja afilada y dispuesta en ángulo, movió el resorte y la hoja descendió con la fuerza que le inducía el peso de más de 60 kilogramos colocados en la parte superior; casi instantáneamente el cuello del reo fue cercenado y su cabeza rodó hacia el cesto de mimbre que se encontraba al frente de la guillotina.

La multitud guardó silencio mientras el verdugo levantaba la cabeza del que hubiese sido Rey de Francia, Luis XVI, para demostrar que se había cumplido la sentencia.

El silencio obedecía a una razón profunda, a pesar de que Francia llevaba ya tres años con un gobierno provisional, sus habitantes aún no se resignaban a un cambio, pues durante siete siglos habían vivido bajo una monarquía en la que, una persona a la que llamaban rey, organizaba a la sociedad francesa creando leyes, administrando los bienes públicos y los ejércitos que defendían la nación y juzgando cuando se presentaban controversias entre ellos.

Por eso la cabeza que alzaba el verdugo representaba la destrucción de aquello que hasta entonces les había mantenido como nación; algunas lágrimas deben haber corrido en aquellos rostros que antes formaban parte de una turba vociferante, pero ahora, en lo individual, sentían la trascendencia de aquel acto.

Años antes, ante una situación de hambruna y malestar social, el Rey había acudido a un organismo que no se había usado durante varios reinados, los “Estados Generales”, el que se conformaba por representantes de los estratos significativos de la sociedad francesa, miembros de la iglesia, terratenientes, dirigentes de los gremios más poderosos y de la nobleza. En su momento, de poco sirvió ese organismo y la revolución siguió su cauce y los Estados Generales fueron cooptados por intelectuales que llevaron las ideas de una nueva forma de gobierno, adquiriendo la denominación de Asamblea legislativa y, luego de la declaración de Francia como República, adoptando el nuevo nombre de Convención Nacional, cuya principal función era hacer leyes.

Fue así como los franceses voltearon la vista hacia aquel organismo, que parecía ser el salvavidas que los mantendría a flote en aquel mar embravecido en que se había convertido la sociedad francesa.

Por esto el producto de aquel parlamento, la ley, adquirió una importancia que antes no había tenido, a grado tal que en las décadas subsecuentes se diría que el juez era tan solo la boca que expresaba lo que decía la ley.

Pero, si mi estimado lector, abre una ley, se va a encontrar solo símbolos, plasmados en blanco y negro, alguien tiene que decir lo que significan esos gráficos, traducirlos y darles un sentido y esto se da de dos formas, una simple, que realiza cualquier persona, pero ¿Qué sucede cuando existe un conflicto sobre el significado de los símbolos?, es entonces cuando interviene alguien que ha estudiado durante años y luego llevado a la práctica esos estudios, para preparase a interpretar laos símbolos.

La ley puede tener multitud de significados y pensar que el solo conocimiento de las palabras nos da una solución, es un error, de ahí que el creer, como lo hicieron los revolucionarios, en un juez como quien repite lo que dice la ley, es igualmente erróneo, el juez cuando dicta una sentencia realiza una función creadora, está dándole sentido a aquellos signos plasmados en blanco y negro.

De ahí que la función de juzgar no se le puede atribuir a cualquier persona, para bien de la sociedad, quienes tiene la vital función de dirimir el sentido de la ley, deben ser personas que se han forjado en el diario quehacer del derecho; fincado una carrera que les da la capacidad tan especial de determinar como debe resolverse un conflicto de aplicación de la ley.

De ahí la importancia de que los jueces en un país pasen por filtros muy especiales que no se encuentran en el voto popular.

Las consecuencias de lo que han hecho con el poder judicial en México se empiezan a ver con ministros de la Suprema Corte, que no pueden leer, mucho menos razonar para dar sentido a la ley y, si esa es la cabeza, ¿podrá usted imaginar cómo está el resto del cuerpo?

Oscar Müller Creel

Oscar Müller Creel