Por: Oscar Müller C.
Me acaban de dar el aviso: ... ¡se fue el internet y no volverá hasta dentro de dos días! ... y bien, ante esto me encuentro con la estupenda posibilidad de volver a lo de antes, escribir con mi estilográfica sobre el papel, y al estar haciéndolo me lleva a una serie de reflexiones sobre lo que las nuevas generaciones se han perdido por nacer demasiado tarde en este mundo.
Esta hermosa oportunidad de ver cómo las ideas se van plasmando en una delgada hoja de celulosa, es un privilegio que me dio la vida pues nací y crecí la mitad de ésta en un mundo totalmente analógico, pero a su vez no desprovisto de las ventajas de la tecnología: el teléfono, como un medio de transmisión de voz a distancia, era sólo eso, no tenía pantalla, tan sólo un disco y en mis primeros años de vida sólo se podría entablar la comunicación a través de una operadora, a la que se le indicaba el número con el que se quería comunicar la persona, es de esa práctica que viene la expresión que utilizamos al contestar el teléfono “bueno”, pues en los operadores de cable que entablaban la conexión emitían esa palabra para significar que el contacto estaba bien hecho.
A pesar de vivir en una zona de temperaturas cálidas, la refrigeración llegó a las casas hasta mi alta infancia. Aunque al lector le pueda parecer risible, hubo una época en que un incentivo para ir al cine, era el hecho de que las salas tenían sistemas de temperatura controlada y dentro de estas se podía descansar de los calores de la calle.
La televisión llegó también por esos tiempos; era común que algún vecino tuviese el aparato receptor y pusiese algunas bancas con block o ladrillo y tablas en donde los niños del barrio podíamos ver nuestro programa favorito por una pequeña cantidad; luego las televisiones llegaron a las casas para quedarse. Para poder recibir la señal debería existir una antena que se colocaba en la azotea, orientándola hacia donde mejor se percibiera la imagen en el televisor y así a base de gritos, una persona que estaba viendo la pantalla y otra que estaba en la azotea se comunicaban para indicar en cuál situación se veía con más claridad la señal; sí hacía viento la antena se movería y cuando aquel se calmara habría que volver a colocarla correctamente.
¿Escribir? Como ahora en ese entonces, era una práctica común la que se llevaba a cabo como lo estoy haciendo yo en estos momentos, mediante un alargado cilindro de grafito envuelto en madera, al que llamamos lápiz o también con un instrumento generalmente plástico, en cuyo interior estaba un tubo lleno de una sustancia oleaginosa que remataba en una punta que tenía una pequeña esfera, la que permitía distribuir la tinta en forma uniforme, mientras se escribía sobre papel ya fuera que éste fuesen hojas sueltas o encuadernadas, generalmente con renglones impresos, para que la escritura fuese derecha; para quienes tenían ya experiencia en el arte de escribir, el papel estaba en blanco y se utilizaba una pluma a la que solíamos llamar fuente, la que tenía un depósito de tinta líquida que fluía hacia la punta metálica o plumín de aquel artilugio y de ahí, al papel creando signos o imágenes.
Mucho han cambiado los tiempos, pero igual sucedió en los de nuestros padres y de nuestros abuelos; algo que no ha cambiado es esa maravillosa posibilidad que hemos creado los seres humanos de poder estampar signos en algún material y lograr que la magia de la escritura los convierta en ideas. Ahora lo hacemos en una pantalla y a través de pixeles, el método con el que he acabado la tarea.
Qué privilegio de vida poder escribir, lo que me lleva a una nueva reflexión: esto debe estar al alcance de todos los seres humanos y de ahí a la importancia que los sistemas educativos tengan en sus metas acabar el analfabetismo.